Cada diciembre, Froxán parece detener el tiempo. No es magia —aunque huele un poco a ella—, sino la Festa da Pisa da Castaña, ese momento del año en que el Courel decide recordar al mundo que sus tradiciones no se guardan en vitrinas, sino que se pisan, se golpean y se celebran en comunidad.
Llegas al pueblo y lo primero que te recibe es el olor: humo del sequeiro, madera húmeda, castaña que lleva semanas esperando su momento de gloria. Los vecinos se mueven entre el bullicio con esa naturalidad de quien ha hecho esto toda la vida, y tú te quedas mirando, como quien intenta aprender sin molestar. Pero no pasa mucho tiempo antes de que alguien te diga: “Veña, colle o saco e proba ti tamén”. Y allí estás, golpeando castañas contra un tronco, sintiéndote parte de algo que existía mucho antes de ti y que, si hay justicia, seguirá existiendo mucho después.
La pisa es trabajo, sí, pero también es risa, es ritmo, es una especie de coreografía rural que termina siempre de la misma manera: con las castañas limpias en el bandoxo y la gente compartiendo comida, historias y alguna que otra anécdota exagerada —porque en Galicia la realidad siempre mejora con un poco de literatura.
Lo mejor de todo es que la fiesta no busca deslumbrar; no necesita artificios. Se limita a recordarte que la vida también se teje con gestos antiguos, con manos que trabajan juntas y con un paisaje que insiste en ser parte de la historia. Froxán, en esos días, no es un lugar: es una memoria viva, y tú tienes la suerte de entrar en ella.
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